Todos queremos nuestro milagro particular. Ese “algo” que necesitamos pero que nos es imposible alcanzar por nuestras fuerzas. La gente pide milagros para poder creer, pide explicaciones y razones para reconocer que Dios hace las cosas, no quieren darse cuenta de que éstas no pasan por sí solas o por obras humanas, sino por el poder de Jesucristo. La obra del Hijo de Dios en la cruz es tan grande y poderosa que abrió la mano de Dios para nosotros y podemos ver su gracia y misericordia cada mañana.
Alcanzar los favores celestiales debería ser muy sencillo, porque no requiere de nuestras limitaciones físicas, sino de fe y amor. No hay tanto que planear, sino buscar a Dios. No hay tanto que decir, sino escuchar a Dios. No hay tanto que hacer, sino obedecer a Dios. No hay tanto que pagar, sino creer. ¿Por qué entonces, no alcanzamos la bendición? Porque queremos que las cosas sucedan como queremos y no dejamos al Señor trabajar en nuestras vidas.
Necesitamos reconocer que todos queremos “cosas”, pero que a veces no nos esforzamos lo suficiente por alcanzarlas. Queremos que nos sirvan otros, y que no lo den en charola de plata. Queremos ver milagros con 30 minutos de oración al día, y es obvio que el poder de Jesús no está condicionado a lo que nosotros le damos o hacemos, pero Dios nos permite que vivamos situaciones extremas por muchas razones y el factor tiempo es muy importante: necesitamos cosechar paciencia, ejercitar nuestros sentidos espirituales y sobre todo pasar más tiempo con Jesucristo.
Muchas veces nos volvemos insensibles a las necesidades de los otros, por concentrarnos en las nuestras. No escuchamos el clamor de ayuda, no vemos el sufrimiento y, por lo tanto, no hacemos nada para ayudar al necesitado. A las cosas imposibles que solo Dios puede realizarlas, le llamamos milagro, pero existen otros milagros que son resultado del amor, y que a final de cuentas también provienen Él, de nuestra relación con Jesucristo y de la obra del Espíritu Santo en nuestra vida. Es la realización de las cosas no tan imposibles en la tierra, que se encuentran limitadas para algunos por falta de recursos y capacidades, entre otras cosas, pero que cuando los hombres se unen en un solo propósito en Cristo Jesús, las cosas cambian. Si queremos ver los milagros de Elías, debemos estar dispuestos a pasar más tiempo de rodillas y a clamar a grito abierto por las necesidades de otros. Con Abram, Dios nos enseñó que le fue necesario primero interceder por otros para alcanzar su milagro (Gn. 20:17).
Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos (Hebreos 13:8), su obra en la cruz es permanente y sigue haciendo milagros en nuestros días. Él está sensibilizando corazones a través de las tragedias, desastres y enfermedades. Iglesias, organismos e incluso empresas recaudan ayuda en las contingencias de nuestro país, pero el que no quiere ayudar, se excusa cuestionando lo que se hace. Dios quiere que hagamos el bien, quiere derramar Su amor en y por medio de nosotros. Qué Dios una a varias personas con un propósito es un milagro. Cuando dejamos que Su Espíritu se mueva entre nosotros, nos olvidamos de nuestras necesidades y egoísmo, del primero YO y nos unimos para hacer Su Obra, alcanzamos milagros. Como iglesia ya no solo nos tomamos de las manos, sino que ahora nos apoyamos unos en los otros y damos testimonio público del amor de Dios en nuestras vidas, auxiliándonos en nuestras necesidades, de tal manera que aún los de afuera se unen a nuestras causas y ponen su granito de arena. Es como si JUNTOS hiciéramos una gran montaña, trepando uno sobre el otro hasta permitirle, aunque sea solo a uno: tocar el cielo y alcanzar su milagro, como en el caso del estanque de Siquem (Juan 5:4-8), no corriendo por tu bendición, sino ayudando al que más lo necesita.
Hace tiempo una de nuestras hermanas estaba condenada a morir en meses si no recibía un tratamiento que no se podía conseguir a través del Seguro Social, pues los únicos lugares que lo tenía estaban en otro estado al otro lado del país. No se podía perder tiempo, ella necesitaba atención y la única manera de obtenerla rápido era pagando. Invirtió su dinero en la operación, pero necesitaba un tratamiento muy caro; su familia en la carne recaudó la mitad, pero faltaban mucho dinero. Su familia en la fe, no se conformó con orar sino que hicieron cadenas de dinero, así es, cada uno puso una pequeña cantidad y pidió a otros que hicieran lo mismo, desde adentro hacia afuera de la iglesia se inició un movimiento de amor. Al principio, al hablarles de la necesidad, los llevaba a mencionar otras necesidades y la suya propia, pero muchos corazones fueron tocados y ellos impactaron a otros. Fue hermoso ver, que aún los más humildes y los no cristianos se comprometían a dar por el milagro que ella necesitaba. No era la más conocida, ni la más activa de la iglesia, pero era nuestra hermana. Ella ganó esa victoria, obtuvo su salud, pero la bendición no fue solo para ella, la gente que participó también fue bendecida y se gozó en ser parte del proyecto: “Porque lo hiciste a mi pequeña”.
Hay muchos milagros por alcanzar y la sangre de Jesucristo tiene poder, toquemos el cielo juntos, estoy convencida de que, si dejamos que Dios nos una y nos mueva, podremos alcanzar el cielo para otros y para nosotros mismos. Ante la necesidad, no cierres tu corazón y abre bien tus ojos, porque Dios hará algo maravilloso. Cree en Jesucristo y confiesa que Cristo es el Señor, ora, clama, pero también pon tu granito de arena, permítele al Señor usar, tu boca, tus manos, tus talentos y tus pertenencias para glorificar el nombre de Mesías Salvador.