
Cristo es Señor, y nuestro Salvador, vivimos felices gracias a la confianza que tenemos en el Hijo de Dios, que nos amó y murió para salvarnos. Pero cuando llegan las pruebas y las aflicciones, algunas veces, nos sentimos solos, débiles, angustiados y derrotados. Hay un remedio para salir de nuestra depresión, de la vida de color gris, y es traer a la memoria quién es nuestro Dios y todo lo que hace: sus grandes obras. Declararlo nos llenará de vigor y fortalecerá nuestra fe.
Nuestro Dios es grande, Todopoderoso, hacedor de milagros, maravillas y de imposibles. Esa es la verdad, necesitamos creerlo, decirlo y vivirlo en todo momento. Él nunca nos abandona, siempre está al pendiente nuestro, quiere que nos esforcemos y cobremos ánimo. Así que, fuera temor, fuera miedo, porque Jehová nuestro Dios es el que va con nosotros; no nos dejará, ni nos desamparará. Él no se olvida de nosotros, y nos pregunta: ¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre?, nuestra respuesta es que no, pero Él nos dice, que, aunque se olvide ella, Él nunca se olvidará de nosotros (Isaías 19:15). ¡Cuánto nos ama el Señor!
Romanos 10:9 (DHH) dice: Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor, y con tu corazón crees que Dios lo resucitó, alcanzarás la salvación. Declarar quien es Él, es afirmar que le creemos y testificar al mundo la libertad que nos ha dado. Lo que el Señor ha hecho por nosotros y hace cada día, se ve en nuestra experiencia diaria, cuando confesamos con nuestra boca quién es Él en nuestra vida.
Decirle: ¡Cuánto te amo, Señor, fuerza mía! Señor eres mi roca, mi amparo, mi libertador; mi Dios, el peñasco en que me refugio. Mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite! (Salmo 18: 1.2 NVI) debe ser nuestra oración diaria, porque al declarar que Jesús es nuestro Señor, nuestra alma se fortalece y derrotamos la obra del enemigo en nuestros pensamientos. El Señor peleará por nosotros nuestras guerras y es el Vencedor. Así que, aunque el mundo se derrumbe, te recomiendo: confiar en Jesucristo y confesar que Él es el Señor, porque: “Como hombre, se humilló a sí mismo y obedeció a Dios hasta la muerte: ¡murió clavado en una cruz! Por eso Dios le otorgó el más alto privilegio, y le dio el más importante de todos los nombres, para que ante él se arrodillen todos los que están en el cielo, y los que están en la tierra, y los que están debajo de la tierra; para que todos reconozcan que Jesucristo es el Señor y den gloria a Dios el Padre” (Filipenses 2:8-11).